Las emociones en la comunicación

La ayuda en el desarrollo de la vertiente emocional para conseguir una buena habilidad de comunicación pasa primeramente por tener un verdadero interés y una verdadera actitud por lo que queremos comunicar.

La actitud de conseguir una verdadera comunicación vendrá motivada por la necesidad de hacer participar a los demás en las decisiones. La motivación de empoderar a los demás es necesaria si queremos que las personas del equipo se comprometan realmente en la consecución de la misión del mismo.

No obstante, es necesario desarrollar una habilidad emocional que determinará la credibilidad de nuestros comportamientos durante el proceso. Esta habilidad emocional consiste en saber identificar y expresar las emociones que van surgiendo en un proceso de comunicación, así como percibir las emociones de la otra parte y responder adecuadamente.

La inteligencia emocional, pues, es la capacidad de gestionar las emociones utilizando la razón. Ambas, razón y emoción, forman parte del sistema funcional que es la mente humana, van juntas y se necesitan mutuamente, como expone Ignacio Morgado Bernal, director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Desarrollar esta inteligencia emocional nos da la oportunidad de que nuestra comunicación verbal y el paralenguaje coincidan en el mensaje con nuestra comunicación gestual y así tener credibilidad a la hora de comunicarnos. Una buena educación emocional influirá mucho en nuestra capacidad de comunicarnos con efectividad, el ejercicio de percibir e identificar las emociones parece fácil, pero para un buen tratamiento de las mismas es importante conocer bien las causas que las provocan para responder de manera adecuada.

Daniel Goleman desarrolló hace unos años la teoría de La Inteligencia Emocional, que puede servirnos de ayuda en este campo, pero antes de Goleman, Marco Aurelio nos dejó un verdadero tratado sobre la inteligencia emocional, cuando afirmaba que la vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella; es decir, que la capacidad del razonamiento para modificar las emociones y el modo de tomarse las cosas, aunque las cosas mismas no podamos cambiarlas, es lo que es inteligente en el ser humano.

Pensemos en las emociones básicas que fluyen en los procesos de comunicación y hagamos un ejercicio con ellas: el miedo, la tristeza, la rabia, la alegría.

El miedo es una emoción que expresa la necesidad de protección y se relaciona con la motivación de seguridad, la expresión de esta emoción se da cuando sentimos una amenaza y sirve para estar preparado ante cualquier peligro. Cuando surge el miedo y la persona no es capaz de reaccionar ante él, nos está pidiendo ayuda y protección. Si esto ocurre en cualquier proceso de comunicación deberíamos de transmitir ayuda con nuestros mensajes. Los cambios drásticos o la delegación de una fuerte responsabilidad a un colaborador pueden causarle miedo, en esos casos se debería de estar atento a las expresiones de miedo y ayudarle con una acción protectora.

La tristeza aparece cuando sentimos la pérdida de algo o alguien; se relaciona con la motivación de pertenencia, es decir, la necesidad de sentirse parte. La tristeza nos empuja a asumir la pérdida para después recuperarnos y seguir adelante sin el objeto o persona perdida. Cuando surge la tristeza por parte de otra persona en un proceso de comunicación, debemos contenerla con un acompañamiento. Cuando un colaborador no llega a conseguir algún resultado que se ha propuesto después de un gran esfuerzo hay que acompañarlo para ayudarle a asumir el fracaso aportando otras posibilidades.

La rabia es una expresión motivada por la búsqueda de la justicia, surge cuando nos sentimos engañados ante una promesa incumplida o ante cualquier injusticia cometida. Su relación con la motivación de reconocimiento es clara, ya que lo justo es dar a cada uno lo que se merece. Esta emoción aparece por la necesidad de reparación, por lo que si en una comunicación detectamos rabia por parte de la otra persona sería bueno ayudar a reparar la causa, siempre que sea justificada. Cuando se percibe que un colaborador está rabioso por una injusticia, error repetido, o una promesa incumplida, deberíamos de ayudar a que esa injusticia sea reparada.

Por último, la alegría es la emoción que nos invita a celebrar y sentir el orgullo de ser. Está relacionada con la motivación de autorrealización ya que nos sirve para valorarnos como individuos. En una comunicación en la que nos transmitan alegría debemos compartir la celebración. El celebrar los éxitos de los demás es una acción de comunicación muy fuerte, hay que compartir esa alegría con los demás.

Queda clara la importancia del desarrollo de la inteligencia emocional, vital en los procesos de comunicación. Son muchas las emociones que surgen en el entorno laboral que, si no saben tratarse, derivan en desvíos emocionales que producen comportamientos como la envidia, la codicia, la culpa, la vergüenza o la vanidad, que influyen en respuestas inadecuadas y que a su vez impiden un proceso correcto y efectivo de comunicación y relación.

Informar no es comunicar, para comunicar hay que conseguir una conexión que nos lleve a una acción en común.

Una buena comunicación es la clave para conectar y transmitir confianza con otras personas y así generar un ambiente necesario para compartir acciones comunes, pero existe una gran confusión sobre lo que es una buena comunicación y tendemos a no diferenciarla de lo que solo es informar.

Muchos de nosotros nos limitamos a transmitir información en nuestros escritos y charlas. Transmitir mensajes no deja de ser una mera acción informativa, una verdadera comunicación necesita de un intercambio de puntos de vista con el objetivo de llegar a un acuerdo que genere una acción común, como su propio nombre indica: común/ic/acción.

Cómo dice Leo Batuta en su estupendo ensayo Focus, estamos malgastando nuestra vida con tanta distracción a mensajes informativos y casi ninguna comunicación. Nunca la humanidad ha estado tan distraída cómo ahora, las notificaciones del e-mail, Twitter y mensajes de Facebook, una fila de pestañas abiertas en el navegador y los móviles siempre encendidos. Estamos hasta el cuello con la corriente de la hiper-información, pero estamos muy poco comunicados.

Hay muchos modelos que se centran en cómo transmitir una información, que hablan del emisor, el receptor, el mensaje, etc., pero pocos ayudan a completar el proceso para convertirlo en una verdadera comunicación.

Un proceso de comunicación ha de pasar por cinco etapas si queremos que sea completo:

1.- Definir bien el propósito, es decir, transmitir para qué y cuál es el objetivo de necesitar comunicarnos con el otro o los otros. Muchos son los ejemplos en los que procesos de comunicación han sido deficientes por no abordar esta primera etapa. Si se asiste a una reunión donde no se conoce el propósito, si nos citan a una entrevista sin saber cuál es el objetivo, si pedimos conversar con una persona si decir para qué, etcétera, se está provocando una actitud defensiva de la parte que no sabe el para qué, lo que impedirá una apertura necesaria para conseguir el propósito. La importancia de transmitir de manera manifiesta el para qué necesitamos comunicarnos con los demás es la prioridad para efectivizar el proceso comunicativo.

2.- Dejar que la otra parte nos informe de su punto de vista sobre el propósito. Es importante ser conscientes de que la otra parte ha de empezar a informarnos antes de expresar nosotros nuestras ideas. Existen técnicas de indagación interesantes que ayudan a que la otra parte exprese de manera abierta su información sin nuestra influencia. El tan de moda y denostado coaching no deja de ser una buena técnica que ayuda mucho durante esta etapa. Preguntar de manera neutral, dejar un espacio de libertad donde la otra parte pueda expresarse y no juzgar lo que dice son comportamientos necesarios para dejar que las personas hablen.

3.- Escuchar sin tener que realizar un esfuerzo por oír. Hoy oímos muchas cosas, pero somos incapaces de escuchar, pues se trata de atender, es decir, de orientar los sentidos hacia el otro para interesarse de su información, y de entender. Captar el mensaje que la otra persona está transmitiendo y, sobre todo, tolerar el otro punto de vista, aceptar que su información tiene un marco de referencia, quizás diferente al nuestro, pero cierto e importante que necesita sea tomado en cuenta para la acción común. La verdadera escucha es una participación activa, tener en cuenta lo que la otra parte informa para la decisión final, es decir, ser conscientes de que la posición de la otra parte es lo único que nos une para crear algo común.

4.- Exponer nuestra información y nuestro punto de vista. Aquí la asertividad nos ayuda en la transmisión de mensajes de manera clara y abierta. Para ser asertivo hay que fundamentar con argumentos nuestra información y nunca contraponerla a la información recibida anteriormente. Tendremos dos puntos de vista diferentes pero ciertos, dos marcos de referencias distintos pero complementarios, por lo que lo que faltaría un consenso para completar el proceso.

5.- Llegar a un acuerdo sobre qué acción común vamos a emprender. Aquí el debate, el diálogo, la confrontación (bien entendida) y el acuerdo final son fundamentales. Lo acuerdos se pueden lograr de diferentes maneras, pero el consenso para una comunicación perfecta es la mejor de ellas, ya que la decisión final es participada por todos los involucrados en el proceso. Las acciones decididas de cada parte no tienen que ser iguales, pero si consensuadas. El consenso es difícil de alcanzar, por tanto la decisión final no concordará al cien por cien en nuestra posición. Para lograrlo, algunas recomendaciones importantes son las de no discutir acerca de juicios individuales y hacerlo teniendo como base la lógica del objetivo de la comunicación, tampoco hay que evitar el conflicto cambiando de opinión solo por llegar a un acuerdo, y por último hay que ver las diferencias como una ayuda en vez de un estorbo en la toma de decisión.

El arte de dirigir un equipo: un ejercicio de protección y permisividad

La habilidad para dirigir o management se basa en saber manejar dos variables fundamentales: marcar qué hay que conseguir y porqué fijando los límites para conseguirlo; y dejar libertad para que el grupo haga lo que crea conveniente dentro de esos límites para llegar a la meta.

La habilidad de poner límites fijando un marco definido es necesaria para proyectar un sentido de ímpetu y determinación. La habilidad de permitir ideas de los demás habilitando la verdadera colaboración es también imprescindible para el trabajo en equipo. Esas dos variables, con diversos enfoques, conforman las grandes teorías de dirección que han ayudado a desarrollar a los gerentes y directores durante décadas. Ya Kurt Lewin en 1939 definía que hay tres estilos de dirección: autocrático, democrático y laissez-faire (dejar hacer), en el que el democrático es el más efectivo de los tres, aunque defendía el estilo autocrático en algunas condiciones y el laissez-faire en otras, dependiendo de la alta o baja capacidad y motivación de los colaboradores.

La justificación principal de poner límites o alinear bien el marco de trabajo se basa en poder cumplir con las metas sin desviarse ni trastocar los valores pese a los obstáculos que se presenten en el camino. Se debe de garantizar que los objetivos estén dentro de la misión, los valores y la visión por los que el equipo se formó. Poner límites y exigir su cumplimiento está relacionado con la protección, en este caso, de la misión-valores y visión del emprendimiento.

La necesidad de habilitar a los demás y tolerar los cambios en las decisiones se basa en la formación de un verdadero equipo con un clima de confianza, empoderando a las personas para que den lo mejor de sí mismas para aprender tanto de las buenas prácticas como de los fracasos. La habilitación está relacionada con la permisividad ya que se acepta la participación de los demás en las decisiones de las estrategias y los planes a llevar a cabo, aunque estos sean diferentes de los que piensa la dirección.

El exceso o la falta de una de estas dos habilidades facilitan culturas de trabajo no muy deseadas. Un exceso de alineación y límites sin libertad o autonomía lleva a un estilo autoritario en que la mayoría de las personas se vuelven conformistas y solo hacen cuando se les dice, o bien se revelan y dimiten del grupo. Un exceso de autonomía sin ningún marco ni límite es un estilo anárquico que fomenta una cultura caótica, donde también hay abandonos.

Lo ideal es saber manejar un marco o alineamiento de normas que definan los objetivos, dando libertad para elegir los caminos o estrategias para conseguirlos, ese sería un estilo colaborativo y provocaría una cultura de equipo. Se trata de saber moverse entre ser radical en los objetivos y reformista en los métodos. Henrik Kniberg es un autor que actualmente trabaja en organización empresarial con estos conceptos. Con un ejemplo podemos visualizar mejor los diferentes estilos que propone: en un supuesto que haya que conseguir organizar un evento de difusión, el estilo autoritario dirigiría la actividad aclarando qué hay que hacer, cómo, cuándo, dónde, quién y con qué. El estilo anárquico a la hora de dirigir informaría que hay que hacer un evento y esperaría a que alguien tomara la iniciativa para empezar y organizar. El estilo colaborativo comunicaría la necesidad del evento confirmando el objetivo con las reglas básicas y pediría la colaboración de todos para descubrir cómo llevarlo a cabo.

Con otro enfoque distinto, pero muy interesante a pesar del tiempo en que el modelo fue confeccionado, está la teoría de Management Of Organizational Behavior: Utilizing Human Resources1, en su título en inglés, de Paul Hersey y Kennet Blanchard, que se abrevia como teoría de Liderazgo Situacional. Esta teoría ayuda a definir el estilo de comunicación y papel del director en relación con la madurez de los equipos y sus integrantes para una situación concreta. Aunque la denominación de «liderazgo» en castellano no es muy adecuada por ser una herramienta más de gestión o dirección y no de liderazgo, el modelo también se mueve entre dos variables comportamentales del director; por un lado, su comportamiento hacia la tarea y, por otro, su comportamiento hacia la relación, definiendo así cuatro estilos de management distintos. Lo interesante de esta teoría es que propone cuatro estilos efectivos para la dirección de un grupo: dar órdenes, persuadir, participar y delegar. Cada uno es bueno según la situación (de ahí el nombre de situacional) de la madurez de los individuos del grupo, que la relaciona con la voluntad y la capacidad de los integrantes para asumir la responsabilidad del trabajo que se trate en cada momento. Es más, el que un grupo madure o no durante la ejecución de una actividad dependerá de cómo el gerente o director vaya caminado por los cuatro estilos de dirección de forma gradual.

Como vemos, en casi todas las propuestas sobre herramientas de dirección no se proponen estilos buenos y malos, sino que eso dependerá de la situación del grupo a dirigir. No obstante en todos los modelos se ha de incluir el apoyo no solamente técnico hacia las personas, sino también relacional, y dilucidar además, el dilema entre proteger ofreciendo ayuda (tanto hacia la tarea como hacia la relación), o permitir dejar que los demás hagan lo que crean sin apoyo técnico ni emocional.

El dilema entre protección y permisividad estará presente en todas las funciones del management, por lo que influirán en las habilidades que una persona debe de desarrollar para ejercer una buena dirección del trabajo de un grupo de personas.